lunes, 31 de marzo de 2014

Recogida de carta




Una vez hecha la entrega del paquete, Mario vuelve a rumiar algo en tono cantarín y nos subimos nuevamente al cuatro por cuatro, dirigiéndonos hacia un destino desconocido. Como no me va a servir de nada pedirle que vocalice y en el fondo me da igual a donde me lleven, asiento con cierto entusiasmo para demostrar algo de jovialidad y parecer simpático y me sumo en mis ensoñaciones, observando a la gente que pasea por la calle y tratando de disfrutar de África. 


Llegamos a una zona en la que el gentío presente me hace intuir que estamos frente a un edificio público. Circulamos entre la muchedumbre que se agolpa en la calle frente al edificio y nos adentramos por un camino de tierra que en cualquier lugar de los que he conocido me habría hecho retroceder dando por terminada la carretera. Aquí no. Mario se adentra despacio en ese camino, jalonado por una sucesión de coches evidentemente abandonados y coches en uso, todos ellos en posiciones inverosímiles debido a lo abrupto de la cuesta abajo por la que circulamos. Vamos despacio, dosificando el apretón del acelerador para controlar la salida de los hoyos y huecos, esquivando pozos abiertos, surcos, baches y peatones despistados, hasta llegar, esta vez sí, al final de la calle. Una vez allí, Mario comienza una serie de maniobras para aparcar el coche en una posición tan rara que hasta que no apagó el motor no me di cuenta de que estaba estacionando.


Mario me ha dejado solo en el coche. Me ha dicho que tiene que ir a buscar una carta y en 10mn está de vuelta. Para todos aquellos que, como yo, somos usuarios de la escala de tiempo de los buenos propósitos, 10mn es una eternidad. Cuando vas a tardar 5-10mn en llegar dices: “ahora mismo estoy ahí, estoy llegando”. 10-15mn equivalen a “en dos minutos estoy contigo” y para 15-20mn se usa el socorrido “me quedan 5 minutos”. Cuando tienes que recurrir a los 10mn es que tienes intención de tardar de verdad. Esto, en un país en el que las lecturas previas versan principalmente sobre el elevado número de crímenes que se cometen y en lo peligrosa que resulta la ciudad para los extranjeros incluso de día, me produce un estado de ánimo de cierta inquietud, que es la manera fina de decir que estaba un poco acojonao por quedarme solo en el coche.


El hecho de que los vigilantes de seguridad del edificio quedaran a más de 100m de donde yo estaba y detrás de un cambio de rasante no contribuía demasiado a tranquilizarme. Decidí afrontar la situación como un hombre y empecé a esbozar un plan de contención en caso de que las cosas se pusieran feas. ¿Cómo se pronuncia ‘Socorro’ en portugués? Pensaba, mientras me aclaraba la voz para que el grito no me saliera demasiado aflautado y localizaba el claxon del coche para ponerme a tocarlo como un energúmeno sin dejar de gritar en caso de peligro.


Adopté un ademán relajado, con la ventanilla abierta y el codo apoyado en la puerta. No era fácil mantener esa postura con la otra mano pegada al claxon del coche, pero creo que conseguí mantener cierta dignidad y aparentar confianza, a pesar de estar comprobando constantemente los retrovisores del coche.


Cuando más satisfecho estaba por el logro que suponía mantener la compostura en esas circunstancias, se me escapó un gritito de pánico al ver acercarse por el fondo de la calle a un negro andrajoso cargado con una bolsa deportiva colgada en bandolera. Toda la ropa que llevaba ese hombre era de color marrón, a causa seguramente de la costra de mierda que llevaba encima.

Venía caminando despacio, deteniéndose junto a cada coche y mirando con disimulo al interior. Mi sistema de detección de chorizos se disparó, a pesar de no estar actualizado todavía con este nuevo destino. Tamborileé los dedos sobre el claxon para desentumecerlos y asegurarme de que no me iban a fallar si los necesitaba para hacerlo sonar en medio del ataque de pánico.


De pronto, tuve un repentino ataque de conciencia y empecé a reflexionar y a sentirme culpable por dejarme dominar de esa manera por mis miedos. Estaba en un país nuevo para mí y me estaba dejando llevar por los alarmismos habituales que encuentra uno en las guías de asistencia al viajero. Estaba juzgando con estándares europeos a un individuo angoleño, que seguramente sería padre de familia y estaba marcando distancias entre él y yo simplemente porque su acceso al agua corriente era más limitado que el mío. Me sentí culpable. Culpable de haber sido víctima de esos prejuicios que tanto he criticado toda mi vida y ver a un negro peligroso bajando la calle, en vez de ver simplemente a una persona.


Mis miedos desaparecieron, empezó a nacer en mi un cierto entusiasme ante la idea de estar en Angola y estaba deseoso de conocer a su gente y a su cultura. Me recoloqué en el asiento para poder saludar a ese hombre que minutos antes me pareció un negro peligroso con un sonoro “Bom día” que lo reconfortase, cuando de pronto me fijo en el bolso que lleva en bandolera y veo que es una bolsa de deporte de The North Face, que cuesta cerca de 200€. Incapaz de imaginarme un escenario en el que un tío andrajoso como ese tuviera acceso a una bolsa de lujo como esa, me volvieron a embargar los miedos y los temores. No ayudó nada a tranquilizarme que el tío se situase justo detrás del coche y estuviera todo el rato mirando a un lado y a otro, en actitud vigilante. Tuve que volver a repasar todo mi plan de contención del peligro y me puse a otear la calle inquieto, deseando que apareciera Mario con la dichosa carta.


El hombre terminó finalmente marchándose cuando aparcó junto a mí un coche ocupado por dos militares, y yo me quedé esperando a Mario y reflexionando sobre la imposibilidad de evitar los prejuicios a la hora de enfrentarse a situaciones nuevas.

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