jueves, 21 de agosto de 2014

SE HA COMETIDO UN CRIMEN



En un país calificado como peligroso como es Angola, sabía que tarde o temprano esto me iba a terminar pasando. Esta noche se ha cometido un crimen horrendo del que he tenido la desgracia de ser testigo y víctima.

Ayer fue un día más o menos tranquilo. Por la mañana fui a la obra a tener las discusiones habituales en cualquier obra. 
 
Volví al mediodía a comer a casa y cuando terminaba de comer y me disponía a tomar el postre (una mandarina en la que llevaba pensando toda la mañana) se pasó por casa la ingeniera para tratar un problema con las ventanas de la obra y comenzar a discutir sobre la certificación de este mes. 
 
Le ofrecí Coca-cola fresquita o agua e incluso algo de fruta, pero declinó amablemente el ofrecimiento. Se marchó sobre las 16 horas y me quedé poniendo por escrito lo que habíamos hablado y revisando los planos de la estructura metálica. 
 
Terminé sobre las 18 horas y al liberarme del trabajo me acordé de la mandarina que me quería tomar desde por la mañana y aproveché para tomármela durante la merienda. Cogí la mandarina y me fui al porche a comérmela y a observar anochecer. Como en las peores películas de terror, al abrir la puerta me encontré una visión que me atormentará seguramente durante mucho tiempo y cuyo recuerdo me será ciertamente difícil borrar de mi memoria. 
 
Pero antes de entrar a describir con detalle los sucesos terribles de esta noche, que aún tengo muy frescos en mi cabeza, es necesario añadir algunos detalles que son importantes para tratar de comprender el origen del mal que se desató junto a mi vivienda. 

Angola es un país azotado por la malaria, cae mucha gente enferma y muere mucha gente, mayormente niños y ancianos. La malaria se transmite a través de la picadura de la hembra de un mosquito de la familia Anopheles (la misma familia de los mosquitos que hay en España) y la mayoría de estos son crepusculares o nocturnos. 
 
Como los mosquitos son muy pequeños y la edad va haciendo mella en mi vista, me resulta casi imposible, por más que me esfuerzo, distinguir a distancia el sexo del mosquito por lo que, a pesar de lo reprobable que pueda ser, recurro al exterminio masivo del mosquito en lugar de a un exterminio selectivo que le permita a los pobres mosquitos macho unos cuantos días de tranquilidad en sus efímeras vidas. 
 
Además de usar armas químicas en mi lucha contra los mosquitos, despliego la mosquitera de la cama, me pongo pijama largo y calcetines, me rocío abundantemente con repelente de mosquitos y procedo a cerrar puertas y ventanas. Es por lo tanto el anochecer una hora en la que la gente se recoge en sus casas y procede a cerrar puertas y ventanas. 
 
Yo, sin embargo, me dirigía al porche con mi ansiada mandarina y caí en la cuenta en el último momento de lo inoportuno de comérmela en la calle y me acordé en ese instante de la coca-cola fresquita que declinó la ingeniera y se me hizo la boca agua al pensar en tomarme una después de la mandarina. 
 
Pensé en cambiar de plan, tomarme la mandarina en el salón y servirme una coca-cola fresquita, que me tomaría con calma en mi cuarto mientras me entretenía con el ordenador. Como ya estaba en la puerta cuando todos estos pensamientos llegaron a mi mente, procedí a abrir la misma, solamente para ver el exterior antes de refugiarme en el interior de la vivienda. 
 
Y como decía, al abrir la puerta comenzó la pesadilla.

Cuando abrí la puerta y vi aquello, delante mismo de la puerta, me sobresaltó encontrármela ahí de sopetón, pero no le di mayor importancia en los primeros instantes. 
 
No fue sino al momento que empecé a atar cabos: 
 
En el suelo, delante de la puerta de mi casa había restos. Una lata de sardinas vacía, un trozo de cartón, una botella grande de coca-cola vacía, una bolsa de supermercado, una raspa de sardina y otros restos de basura diversos. 
 
Maldije internamente a los seguranças por ser tan descuidados con la basura, cuando, repasando los distintos elementos que se encontraban por el suelo del porche me asaltó el horror al reparar en uno de ellos. 
 
¡Una botella de coca-cola vacía! 
 
No podía ser, no podía ser… 
 
Me dirigí corriendo a la cocina, abrí la nevera y todos mis temores y miedos se hicieron realidad, materializándose en una espiral de horror e indignación que me invadía por dentro. 
 
¡Mi botella de coca-cola no estaba! 
 
No podía ser, la confianza que le había dado a esta gente había llegado demasiado lejos. Se habían tomado MI botella de coca-cola, esa que estaba deseando tomarme, sin pedirme ni siquiera permiso para hacerlo, se la habían tomado entera y no contentos con ello, habían dejado los restos en la puerta de mi casa en un acto de crueldad inconcebible.
 
No soy experto todavía en brujería africana, pero el simbolismo de dejar la evidencia del crimen en mi puerta tenía muy mala pinta. 

Estuve toda la noche rumiando la manera en la que debía enfrentarme a este incidente, mientras en mi cabeza las imágenes de pesadilla de la botella vacía en la puerta de mi casa se mezclaban con todo el imaginario de horrores de la guerra que he visto en la red. 
 
Me veía abriendo una y otra vez la puerta de casa y encontrándome siempre con la botella de coca-cola vacía y en el jardín, mientras las cabezas de los inocentes campesinos asesinados durante la guerra de Angola, se reían de mi inocencia, clavadas en las estacas en las que se secaron al sol. 
 
Savimbi, Neto y Holden cantaban y bailaban un poco más allá, junto a la puerta de entrada, bromeando a mi costa junto a un camión cargado de coca-cola mientras los seguranças les reían complacientes todas sus gracias.
 
Afortunadamente esta mañana estas pesadillas habían pasado y decidí que había que enfrentarse a esta situación con calma. Sopesé la manera en la que enfrentarme a este asunto 
 
¿Debía regañar directamente a los seguranças? 
¿Debía dejarlos al margen y hablar directamente con su jefe? 
 
Este seguramente los despediría al comprobar lo que habían hecho y no quería algo tan drástico. 
 
¿Qué hacer con Laurentina? 
¿Le descontaba la coca-cola de su sueldo? 
 
Todavía faltan 10 días para fin de mes y 285 kwanzas son una ridiculez para descontar. 
 
Decidí que lo mejor era ir poco a poco. Le preguntaría a Laurentina por la botella de coca-cola y cuando me dijese que había decidido regalársela a los seguranças a la vista de todo lo que tardaba en bebérmela, le explicaría con la calma que se le supone a una persona instruida como yo, que no podía hacer ese tipo de cosas sin consultármelas. Tenía miedo de ir más allá en mi reprimenda, pues las cocineras tienen mucho poder y no quería imaginarme una situación en la que Laurentina se sintiera realizada escupiendo en los platos que me prepara.

Cuando entró por la puerta, me saludó como si tal cosa. 
 
¡Pero bueno! 
 
Qué desidia, le da igual el crimen cometido, pensé interiormente, aunque era claro el gesto de culpabilidad que reflejaba su rostro. La dejé entrar en la cocina, me levanté con calma y la llamé por su nombre con firmeza, para fijar el tono serio de la conversación que quería tener con ella. 
 
Laurentina, le dije. ¿Qué ha pasado con la botella de coca-cola que había en la nevera? 
 
Un gesto brillante por mi parte, no me dejé llevar por los nervios y no me anduve con rodeos, no disimulé diciendo ¡Qué sed tengo Laurentina! Me voy a tomar una coca-cola fresquita para poner cara de sorpresa al abrir la nevera. 
 
No, puse el cadáver encima de la mesa sin ningún tipo de tapujo. La cara que puso evidenció que mi estrategia la había descolocado, balbuceó algo y nerviosa se puso a mirar para todas partes. 
 
Pensé para mis adentros ¡Te pillé! Cuando me dijo, 
 
ay, se me olvidó sacarla del congelador, la metí ahí para que estuviese más fresquita, que sabe mejor. 
 
Abrió la puerta del congelador y ahí estaba mi botella de coca-cola, congelada, pero ahí estaba. 

Disimulé, reí de mala gana dándole las gracias por la intención y me fui corriendo a escribir este texto.


ELECTRICIDAD



Aquí en Uige los cortes de electricidad son frecuentes y te das cuenta de lo mucho que necesitas la electricidad cuando falta, sobre todo cuando los cortes de luz se alargan mucho, que suele ser habitual. Alguna vez el corte de luz ha durado unas tres horas, pero lo normal es que dure el día entero y más de una vez nos ha durado más de un día, siendo el record actual de cuatro días y medio, comprendido un fin de semana.
Cuando se va la luz, para usar el agua tenemos que llenar palanganas con agua del aljibe para poder ducharnos, suplir la labor de la cisterna del wáter, lavar los platos, asearnos, etc. Mi ordenador tenía la batería estropeada y como consecuencia, el ordenador tan solo tenía una autonomía de 10-15 minutos cuando se iba la luz. Afortunadamente en el último viaje a España he aprovechado y la he cambiado y ahora ya tengo una autonomía más razonable, de unas dos horas y media más o menos. En apagones largos como los que solemos sufrir, te quedas también sin batería en el teléfono sin poder recargarlo y lo que es peor de todo es que se te echan a perder las cosas que tengas congeladas o que necesiten frío para su conservación. Menos mal que me compré en Decthlon dos linternas, una pequeña de mano que pongo junto a la cama alumbrando al techo y la mejor, una frontal que se pone uno en la cabeza y que es fantástica, pues te da mucha autonomía y te permite leer y dibujar.

La linterna frontal que comentaba

 La linterna que pongo como lamparita de noche

Ahora la cosa está más tranquila en lo que se refiere a los apagones. En el tiempo que llevo aquí desde que llegué de Madrid hace tres semanas, he sufrido tan solo cuatro apagones, dos de ellos de unas cuatro o cinco horas, uno por la noche por lo que no me afectó mucho y uno de un día entero, un domingo. Se fue la luz a las nueve de la mañana y no volvió hasta las ocho de la tarde.
En meses anteriores, sobre todo en junio, fue mucho peor. Se iba la luz casi todos los días y una de las veces se fue un jueves por la noche y no volvió hasta el martes por la mañana. Fue insoportable. Acabábamos de hacer una compra grande y teníamos el congelador lleno de carne, pollo y pescado que tuvimos que comernos a la carrera y regalar a nuestros seguranças y a los de los vecinos para que no se echara a perder. Para no quedarnos incomunicados y poder recargar los móviles, nos íbamos a comer al hotel Salala, que tiene un generador y aprovechábamos para dejar el teléfono cargando mientras comíamos.


 
El hotel Salala es el edificio de cuatro plantas que está a la derecha. Está situado en la Rúa do Comerço.

 
El comedor del hotel Salala.

Mientras todo eso te está pasando y andas soportando como puedes la incomodidad de estar viviendo en esas condiciones, la vida sigue en este mundo globalizado en el que estamos viviendo, y en España tu jefe y tus clientes se acuerdan de vez en cuando de ti y te llaman y te envían mensajes y con toda la razón del mundo, se extrañan de que con todo lo que han avanzado las comunicaciones en estos tiempos, tu teléfono no esté disponible durante toda la mañana y les preocupa que pasen más de cuatro horas y no hayas respondido a un correo electrónico. La relación con los clientes y con los jefes en proyectos complicados une mucho y se desarrolla con ellos una relación y un vínculo muy especial, casi familiar que hace que se preocupen por ti casi como lo haría tu madre. La única diferencia es que tu madre se preocupa por que estés bien y a ellos les preocupa que no estés. Puede parecer lo mismo pero hay un matiz diferente. Como es lógico cuando no te pueden localizar, lo primero que piensan tu jefe y tus clientes es que estás aprovechando que estás en el culo del mundo para pasarte el día en una piscina tomando el sol o que estás en un chiringuito de playa tomando mojitos y bailando el limbo, todo ello en vez de atender a tus obligaciones y sobre todo a ellos. Los pobres no pueden evitar pensar en eso, está comprobado. Su grado de preocupación es tal que no se acuerdan de que no tenemos ninguna piscina cerca y la playa más cercana está a siete horas en coche. Por ello, cuando consiguen localizarte, gracias a los esfuerzos que has hecho para conseguir cargar tu móvil, en vez de alegrarse al comprobar que estás vivo, se enfadan contigo y te preguntan airados que donde estabas.

Es sorprendente la naturaleza humana, pero cuando estás agobiado en circunstancias como esa y tienes que ir sin afeitar y mal duchado a mendigar electricidad a un hotel con generador en un país del tercer mundo, contrariamente a lo que se pueda creer, no te alegra lo más mínimo que te pregunten que donde estabas con ese tono de reproche, es más, hablando con propiedad, te toca bastante los cojones.

 Nuestro generador

Después de ese fin de semana tan largo sin electricidad, decidí que había que comprar un generador eléctrico costara lo que costara. Costaba 1.000$. Hablamos con el constructor, pues suelen tener generadores para las obras, para ver si había manera de que nos pudiera conseguir uno provisional. El hombre, muy amable, nos hizo llegar en pocos días uno muy bueno de marca Kipor, de los mejores y más recomendados. Hablamos con Ariel, el cubano, para que nos lo instalara y al hacerlo comprobó que no estaba funcionando bien y la batería no se cargaba.
Ha pasado un mes desde que tenemos el generador y ya no funciona. Los tres apagones que ha habido los he pasado dibujando y leyendo y afortunadamente volvió la luz al caer la noche y estoy a la espera de que Luis, un ingeniero cubano de la constructora que entiende de generadores se pase por casa algún día a echarle un vistazo al grupo electrógeno.

 La peor pesadilla de tus jefes

martes, 19 de agosto de 2014

SACANDO DINERO





 
La moneda oficial de la República de Angola es el Kwanza. 100 Kwanzas equivalen aproximadamente a un dólar americano, y para un euro hacen falta unos 125 Kwanzas.
Recién llegado a Uige, abrí una cuenta en el banco para lo que tuve que sacarme un número de identificación fiscal en unas oficinas de la agencia tributaria angoleña. Con ese número procedí a abrir una cuenta en kwanzas y una cuenta en euros para poder hacer transferencias sin problema desde España en caso necesario. Al mismo tiempo contraté una tarjeta de débito y el servicio de banca a través de internet.




Con la tarjeta puedo sacar dinero en todos los cajeros Multicaixa, realizar compras en las tiendas equipadas para ello, recargar el teléfono y pagar la mensualidad de la antena parabólica. No está nada mal. El único problema viene a la hora de sacar dinero y es que los cajeros no siempre tienen dinero para sacar, principalmente a final y a principio de mes. 

Es un país al que vienes cargado de desconfianza, fruto de lo que lees por internet antes de venir y de las experiencias que te cuenta gente que ha estado por aquí, por lo que el acto de ir a un cajero a sacar dinero te lo tomas casi como si fueras un comando, infiltrándote en Kehlsteinhaus para secuestrar a Hitler. Planificas rutas, sincronizas relojes, cambias recorridos, identificas sospechosos y te cubres las espaldas en todo momento. La única diferencia es que no vas armado, no tienes la cara pintada y no llevas contigo una cápsula de cianuro.

A causa de esta paranoia, al principio trataba de usar en exclusiva cajeros en los que hubiera vigilantes armados en el exterior, sin embargo ese problema de falta de liquidez de los cajeros termina obligándote al final a tener que acudir a cajeros situados en campo abierto, desprovistos de vigilancia y en los que te vuelves vulnerable al dar la espalda al peligro para teclear tu código secreto. No es tanto una cuestión de miedo como de puro sentido común, tengo toda la apariencia de ser un extranjero occidental a pesar de mis intentos de mimetización con el entorno y cada vez que saco dinero del cajero, retiro de una sentada el equivalente al salario mensual local. 




La señal inequívoca de que el cajero tiene dinero es que hay una muchedumbre que se agolpa delante. Mis primeros intentos de sacar dinero a la manera local resultaron, como era previsible, un fracaso debido a mi falta de integración y adaptación a las costumbres locales. Me ponía delante del cajero, razonablemente cerca del mismo y adoptando la inequívoca pose del que está esperando ordenadamente en una cola, esto es, en posición de firmes delante del cajero y realizando esos movimientos tan característicos que es de buena costumbre realizar cuando se está esperando: levantar las puntas de los pies, luego los talones, suspirar breve pero intensamente, cruzar los brazos y finalmente proceder a golpear rítmicamente el suelo con la punta del pie derecho, ya en posición de descanso. No me gusta reconocerlo públicamente por una cuestión de pudor elemental y modestia, pero soy consciente de que estas líneas levantarán sin duda la admiración del que me lea, al ver de qué manera tan natural domino  el catálogo gestual de los que esperan haciendo cola y soy capaz de escoger con sutileza aquellos gestos y ademanes que evidencian mi estado de alerta y mi disposición a respetar y hacer respetar el orden en la cola, una evidencia palmaria de urbanidad. He demostrado en innumerables ocasiones a lo largo de mi vida que soy uno de los mayores expertos internacionales en hacer cola, y eso me da mucha confianza al enfrentarme a este tipo de situaciones y sé que en la mayor parte de las veces, muy poca gente se va a colar delante de mí y mi actitud levantará invariablemente la admiración de aquellos que formen parte de la cola conmigo.

Sin embargo, en Angola las cosas son diferentes. Mis gestos no se imponían, mi ademán era ignorado y mi presencia solo causaba extrañeza en los que pasaban. Afortunadamente, mi gran intelecto me permitió analizar la situación a la que debía enfrentarme con esa rapidez que sigue asombrándome aún hoy en día y que levanta la admiración de aquellos que tienen el privilegio de verme en acción y decidí buscar un cajero con menos gente. Evidentemente, antes de partir disimulé mirando la hora del teléfono y dejando escapar un ‘oh’ que me permitiera batirme en retirada sin despertar sospechas ni menoscabar el prestigio adquirido en el arte de guardar colas.
Un par de manzanas calle arriba, sonreí de satisfacción al ver dos cajeros automáticos en los que solo había una persona haciendo uso de ellos. Como era de esperar, no tenían dinero. No soy el campeón de las colas por casualidad, por lo que decidí volver al cajero abarrotado y adaptarme a las costumbres locales. Aquí las colas no son lineales, sino que se producen por agrupación concéntrica de los usuarios y por una razón que no consigo comprender, aunque haya espacio suficiente en la acera para mantener una separación razonable entre las personas que esperan, la costumbre imperante obliga a establecer contacto físico con los otros integrantes de la cola, como si estuviera uno confinado en un espacio angosto.
Estás un rato esperando, rodeado de angolanos y repitiendo las expresiones que oyes a tus compañeros para parecer uno de ellos, regañando aquí y allá, sonriendo a lo que piensas que son las bromas típicas del que espera, cuando inesperadamente consigues llegar al cajero, sobre todo gracias a los empujones de los que te siguen, más que a tus esfuerzos personales. Entonces te encuentras flanqueado por otros usuarios, que curiosos, presencian tu manera de operar con la tarjeta de crédito, de una manera similar a la de aquellos niños que, agotada su financiación para jugar a la máquina recreativa, te ofrecían sus servicios para pasarte los niveles complicados de la partida a la que estabas jugando.
Volviendo a encontrarme en mi medio, gracias a este nostálgico recuerdo sobrevenido, procedí a introducir mi PIN, tapando con la mano, como en los controles del colegio, saqué el dinero que necesitaba y con él en la mano, y no sin cierto esfuerzo debido a las maniobras de los que trataban de mejorar su posición en la cola, conseguí girar y batirme en retirada, dejando que uno de los dos angolanos que me flanqueaba ocupara el sitio que acababa de dejar, empujado, él también, por el resto de personas que estaba esperando para sacar dinero.

Ahora ya estoy más habituado a esta particularidad de los cajeros automáticos, trato de sacar suficiente dinero antes de final de mes e incluso he adoptado esa costumbre, que te sobrecoge la primera vez que la sufres, de preguntar al usuario que te precede por encima del hombro: “Hay dinero?” para cerciorarte de que hay dinero en la caja.

domingo, 17 de agosto de 2014

Viviendo sin agua corriente

Como decía en la entrada anterior, tengo problemas con el agua corriente desde hace una semana más o menos. Me las apaño llenando de agua del aljibe un barreño mediano que dejo en el cuarto de baño junto a la ducha, y me ayudo con una garrafa de agua cortada a la mitad para coger agua de ahí y usarla para ducharme, y limpiar el water. Cuando tengo que fregar, pues lo mismo, cojo agua con la media garrafa y me la llevo a la cocina, donde, apurando mucho, consigo fregar la loza sin mayores problemas.

Esta es mi cabina de ducha y junto a ella el barreño verde que salva mi higiene diaria.

Como se ve, la ducha no es exactamente último modelo, pero no está nada mal.

 El segurança Joaquim Carlos, echándome una mano para rellenar el barreño, posa algo tímido para la foto.

Llenando el barreño con un cubo hecho con una garrafa de agua cortada en dos y una cuerda hecha con un cable eléctrico desechado.

Los dos seguranças posando para la foto.

AGUA



Aquí en Angola estamos siempre inmersos en problemas con el agua. Nuestra casa no tiene suministro de agua desde la calle, a pesar de que estando nosotros aquí, han traído la canalización hasta el muro de cierre y han instalado el contador. Pero falta la conexión entre la canalización general y nuestro aljibe. Por lo tanto debemos abastecernos de agua llenando el aljibe y desde ahí por medio de una bomba se distribuye a la vivienda.

Recién llegado a Uige el martes de hace dos semanas, me encontré, como todas las veces que volvemos de viaje, con que el aljibe estaba vacío. Una persona habituada al uso de aljibes, lo primero que pensará es que tiene pérdidas y no irá muy desencaminado pues las pérdidas del aljibe son seguramente producto de las ganancias de los que comercian con nuestra agua aprovechando nuestra ausencia.
Estamos ahora en la estación seca, el ‘cacimbo’, que recibe este nombre por la bruma mañanera, de mismo nombre y tan habitual en esta época, por lo que no es tan fácil conseguir agua, a pesar de los numerosos ríos cercanos. Me pasé por tanto los dos primeros días sin agua hasta que encontramos a alguien que podía suministrarla y que llegó el jueves por la mañana. Lo bueno de la escasez es la alegría que produce en todos la llegada del agua, al fin podía ducharme y Laurentina podía fregar finalmente sin tener que pedirle agua a los vecinos.
La alegría me duró el jueves completo, pues el viernes por la mañana la bomba se estropeó y no sacaba agua. Afortunadamente, el vigilante de mi casa me dijo que el vigilante del vecino era ‘mestre’ y sabía arreglar bombas. El ‘mestre’ de nombre Carlos, me dijo, a modo de presentación y me imagino que para impresionar, que había aprendido todo lo que había que saber de fontanería gracias a que había trabajado cuatro años con los chinos haciendo carreteras. Aproveché el rictus de extrañeza por la falta de conexión entre ese trabajo y la fontanería para que pareciera que estaba en efecto impresionado y lo acompañé de un aja-a de admiración, pues no se me ocurrió nada mejor para alimentar su orgullo.
El hombre se puso en faena, observó la motobomba como si fuera Antonio López comprobando la verticalidad de las hojas de su membrillero y procedió a desmontar el depósito de expansión, dando instrucciones no muy claras a los ayudantes y espontáneos que nos habíamos congregado allí para observar su faena. Después de mucha maña y esfuerzo, conseguimos desatornillar el depósito y el ‘mestre’ procedió a mirar en su interior, sopló un par de veces y rellenó el motor con un poco de agua. Secó las salpicaduras y procedimos a volver a atornillar el depósito. Hicimos la prueba de rigor y el saber hacer del ‘mestre’ se evidenció con el ruido del motor y el fuerte correr del agua ¡Sale con más fuerza que antes! Exclamamos todos, mirándonos sonrientes los unos a los otros repetidas veces mientras nos palmeabamos la espalda ante la modestia timida de nuestro experto fontanero.

Apenas cinco horas más tarde de dejarme convencer de que el precio justo por sus servicios era de ‘medio saldo’, o sea 500 kwanzas, lo que vienen a ser 5$, la bomba dejó de funcionar y encima ahora perdía agua. El ‘mestre’ Carlos ya se había ido y no volvería hasta el día siguiente.
Al día siguiente, sábado, enfrentado a su responsabilidad, el ‘mestre’ decidió acometer el trabajo de volver a apretar las tuberías para evitar esa pérdida de agua que parecía ser la responsable del fallo del motor. Después de aflojar las tuberías mediante la fuerza bruta y alguna que otra amenaza, más que por medio del desenroscado de la misma, volví a acordarme de los conocimientos de fontanería adquiridos en la construcción de carreteras con los chinos del ‘mestre’, sobre todo cuando se quedó asombrado al ver la estopa en la rosca de las tuberías y tomarlo por suciedad acumulada. Limpió las conexiones muy minuciosamente y pretendía volver a roscar las tuberías sin estopa. Como no había manera de volver a enroscar la tubería sin herramientas, la unión le quedó bastante fea y decidió sellar el encuentro usando una bolsa de plástico y caucho de una goma de bicicleta, que fue cortando en tiras de 1cm de ancho usando una cuchilla de afeitar. Envolvió la unión con la bolsa y procedió a enrollar las tiras de caucho, apretándolas con mucha fuerza, hasta que aquello pareció suficientemente estanco. Me quedé maravillado con el ingenio y la ocurrencia de esta gente, acostumbrada, como McGyver, a solucionar los problemas sin contar con las herramientas adecuadas. A diferencia de McGyver, sin embargo, lo que hizo el ‘mestre’ fue una chapuza, pues nada más conectar la bomba, la unión se soltó ante la presión del agua, castigando al ‘mestre’ con una pequeña ducha.
Le expliqué entonces que la estopa era imprescindible para sellar correctamente la unión. Rendido ante la evidencia, intentó infructuosamente sacar estopa de unos cordones viejos de unas deportivas que encontró su solícito ayudante, que no era otro que el vigilante de mi casa, pero tras unos instantes deshilachando los cordones, decidió que era mejor ir a comprar material a la ferretería. Le di 2.000 kwanzas (20$) y volvió al rato con un bote de pegamento, un rollo de teflón y lo que es más importante, con las instrucciones recibidas del ferretero, que le permitieron arreglar definitivamente el problema.

Esta vez no pasaron cinco horas, sino dos desde que me dejé convencer de que esta vez el precio justo por sus servicios era de ‘un saldo’ entero (1.000 Kwanzas) cuando la motobomba volvió a estropearse. Llegué a la conclusión de que la vía del ‘mestre’ se había agotado y debía buscar soluciones alternativas, por lo que llamé a Ariel, el cubano que nos instaló el grupo electrógeno para ver si él sabía algo. Estaba ocupado en esos momentos, pero pasaría a echarle un vistazo el domingo por la mañana. Decidí entonces salir a hacer una pequeña compra y recargar el saldo de internet y en esas estaba, caminando por las calles de Uige, cuando veo que un blanco desde una furgoneta me saluda. Era Ariel, había terminado antes de lo previsto y se dirigía a mi casa para echarle un vistazo a la motobomba. Pospuse mis compras y me subí a su furgoneta para aprovechar ese momento de buena suerte.
Llegamos a casa y Ariel bajó de la furgoneta con un saco lleno de herramientas, pegamentos y ¡estopa! Estuvo dos horas aflojando tuberías y volviendo a apretarlas, regulando tornillos, lijando placas oxidadas. Encendimos la motobomba y funcionaba otra vez como siempre y no había ni una sola pérdida de agua. Entusiasmado le pagué 2.000 kwanzas por su trabajo en una escalada inflacionista fruto de mis ansias por tener agua corriente y me fui con él a Uige para tratar de recargar internet antes de que se hiciera de noche.
Como es normal en estos casos, la ducha que me di me supo a gloria, encantado de haber conseguido resolver el problema del agua de una vez por todas.
La alegría me duró todo el domingo, pues el lunes por la mañana cuando iba a ducharme, la motobomba volvía a estar estropeada. Ante la perspectiva de tener que arreglar la bomba cada dos días, soltando dos mil kwanzas cada vez, decidí esta vez avisar al hijo de la dueña de la casa para que me la cambiara por otra que funcione. No conseguí localizarle hasta el miércoles por la mañana y me dijo que iba a consultar con su madre como lo hacíamos. El jueves me dijo el vigilante que pasó por la casa, constató que la bomba estaba efectivamente estropeada y dijo que se pasaría a instalar una motobomba nueva.

Es domingo, y sigo sin agua corriente. Me surto de agua del aljibe, ayudado por los vigilantes de la casa que no toleran que haga ningún esfuerzo físico y he desarrollado una maña tal para ahorrar agua en mi aseo diario que sería perfectamente capaz de duchar, después de un partido, al equipo nacional femenino de hockey sobre hierba usando tan solo una botella de 500ml de agua.