La
moneda oficial de la República de Angola es el Kwanza. 100 Kwanzas equivalen
aproximadamente a un dólar americano, y para un euro hacen falta unos 125 Kwanzas.
Recién
llegado a Uige, abrí una cuenta en el banco para lo que tuve que sacarme un
número de identificación fiscal en unas oficinas de la agencia tributaria
angoleña. Con ese número procedí a abrir una cuenta en kwanzas y una cuenta en
euros para poder hacer transferencias sin problema desde España en caso
necesario. Al mismo tiempo contraté una tarjeta de débito y el servicio de
banca a través de internet.
Con la
tarjeta puedo sacar dinero en todos los cajeros Multicaixa, realizar compras en
las tiendas equipadas para ello, recargar el teléfono y pagar la mensualidad de
la antena parabólica. No está nada mal. El único problema viene a la hora de
sacar dinero y es que los cajeros no siempre tienen dinero para sacar,
principalmente a final y a principio de mes.
Es un
país al que vienes cargado de desconfianza, fruto de lo que lees por internet
antes de venir y de las experiencias que te cuenta gente que ha estado por
aquí, por lo que el acto de ir a un cajero a sacar dinero te lo tomas casi como
si fueras un comando, infiltrándote en Kehlsteinhaus
para secuestrar a Hitler. Planificas rutas, sincronizas relojes, cambias recorridos,
identificas sospechosos y te cubres las espaldas en todo momento. La única
diferencia es que no vas armado, no tienes la cara pintada y no llevas contigo
una cápsula de cianuro.
A causa de esta paranoia, al principio trataba de
usar en exclusiva cajeros en los que hubiera vigilantes armados en el exterior,
sin embargo ese problema de falta de liquidez de los cajeros termina obligándote
al final a tener que acudir a cajeros situados en campo abierto, desprovistos
de vigilancia y en los que te vuelves vulnerable al dar la espalda al peligro
para teclear tu código secreto. No es tanto una cuestión de miedo como de puro
sentido común, tengo toda la apariencia de ser un extranjero occidental a pesar
de mis intentos de mimetización con el entorno y cada vez que saco dinero del
cajero, retiro de una sentada el equivalente al salario mensual local.
La
señal inequívoca de que el cajero tiene dinero es que hay una muchedumbre que
se agolpa delante. Mis primeros intentos de sacar dinero a la manera local
resultaron, como era previsible, un fracaso debido a mi falta de integración y
adaptación a las costumbres locales. Me ponía delante del cajero,
razonablemente cerca del mismo y adoptando la inequívoca pose del que está
esperando ordenadamente en una cola, esto es, en posición de firmes delante del
cajero y realizando esos movimientos tan característicos que es de buena
costumbre realizar cuando se está esperando: levantar las puntas de los pies,
luego los talones, suspirar breve pero intensamente, cruzar los brazos y finalmente
proceder a golpear rítmicamente el suelo con la punta del pie derecho, ya en
posición de descanso. No me gusta reconocerlo públicamente por una cuestión de
pudor elemental y modestia, pero soy consciente de que estas líneas levantarán
sin duda la admiración del que me lea, al ver de qué manera tan natural domino el catálogo gestual de los que esperan
haciendo cola y soy capaz de escoger con sutileza aquellos gestos y ademanes que
evidencian mi estado de alerta y mi disposición a respetar y hacer respetar el
orden en la cola, una evidencia palmaria de urbanidad. He demostrado en
innumerables ocasiones a lo largo de mi vida que soy uno de los mayores
expertos internacionales en hacer cola, y eso me da mucha confianza al
enfrentarme a este tipo de situaciones y sé que en la mayor parte de las veces,
muy poca gente se va a colar delante de mí y mi actitud levantará
invariablemente la admiración de aquellos que formen parte de la cola conmigo.
Sin
embargo, en Angola las cosas son diferentes. Mis gestos no se imponían, mi ademán
era ignorado y mi presencia solo causaba extrañeza en los que pasaban. Afortunadamente,
mi gran intelecto me permitió analizar la situación a la que debía enfrentarme
con esa rapidez que sigue asombrándome aún hoy en día y que levanta la
admiración de aquellos que tienen el privilegio de verme en acción y decidí
buscar un cajero con menos gente. Evidentemente, antes de partir disimulé
mirando la hora del teléfono y dejando escapar un ‘oh’ que me permitiera
batirme en retirada sin despertar sospechas ni menoscabar el prestigio adquirido
en el arte de guardar colas.
Un par
de manzanas calle arriba, sonreí de satisfacción al ver dos cajeros automáticos
en los que solo había una persona haciendo uso de ellos. Como era de esperar,
no tenían dinero. No soy el campeón de las colas por casualidad, por lo que
decidí volver al cajero abarrotado y adaptarme a las costumbres locales. Aquí
las colas no son lineales, sino que se producen por agrupación concéntrica de
los usuarios y por una razón que no consigo comprender, aunque haya espacio
suficiente en la acera para mantener una separación razonable entre las
personas que esperan, la costumbre imperante obliga a establecer contacto
físico con los otros integrantes de la cola, como si estuviera uno confinado en
un espacio angosto.
Estás
un rato esperando, rodeado de angolanos y repitiendo las expresiones que oyes a
tus compañeros para parecer uno de ellos, regañando aquí y allá, sonriendo a lo
que piensas que son las bromas típicas del que espera, cuando inesperadamente consigues
llegar al cajero, sobre todo gracias a los empujones de los que te siguen, más
que a tus esfuerzos personales. Entonces te encuentras flanqueado por otros
usuarios, que curiosos, presencian tu manera de operar con la tarjeta de crédito,
de una manera similar a la de aquellos niños que, agotada su financiación para
jugar a la máquina recreativa, te ofrecían sus servicios para pasarte los
niveles complicados de la partida a la que estabas jugando.
Volviendo
a encontrarme en mi medio, gracias a este nostálgico recuerdo sobrevenido,
procedí a introducir mi PIN, tapando con la mano, como en los controles del
colegio, saqué el dinero que necesitaba y con él en la mano, y no sin cierto
esfuerzo debido a las maniobras de los que trataban de mejorar su posición en
la cola, conseguí girar y batirme en retirada, dejando que uno de los dos
angolanos que me flanqueaba ocupara el sitio que acababa de dejar, empujado, él
también, por el resto de personas que estaba esperando para sacar dinero.
Ahora
ya estoy más habituado a esta particularidad de los cajeros automáticos, trato
de sacar suficiente dinero antes de final de mes e incluso he adoptado esa
costumbre, que te sobrecoge la primera vez que la sufres, de preguntar al
usuario que te precede por encima del hombro: “Hay dinero?” para cerciorarte de
que hay dinero en la caja.
Hola guapo. Que Azpitarte eres!! De los muy interesantes ademas.
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