martes, 19 de agosto de 2014

SACANDO DINERO





 
La moneda oficial de la República de Angola es el Kwanza. 100 Kwanzas equivalen aproximadamente a un dólar americano, y para un euro hacen falta unos 125 Kwanzas.
Recién llegado a Uige, abrí una cuenta en el banco para lo que tuve que sacarme un número de identificación fiscal en unas oficinas de la agencia tributaria angoleña. Con ese número procedí a abrir una cuenta en kwanzas y una cuenta en euros para poder hacer transferencias sin problema desde España en caso necesario. Al mismo tiempo contraté una tarjeta de débito y el servicio de banca a través de internet.




Con la tarjeta puedo sacar dinero en todos los cajeros Multicaixa, realizar compras en las tiendas equipadas para ello, recargar el teléfono y pagar la mensualidad de la antena parabólica. No está nada mal. El único problema viene a la hora de sacar dinero y es que los cajeros no siempre tienen dinero para sacar, principalmente a final y a principio de mes. 

Es un país al que vienes cargado de desconfianza, fruto de lo que lees por internet antes de venir y de las experiencias que te cuenta gente que ha estado por aquí, por lo que el acto de ir a un cajero a sacar dinero te lo tomas casi como si fueras un comando, infiltrándote en Kehlsteinhaus para secuestrar a Hitler. Planificas rutas, sincronizas relojes, cambias recorridos, identificas sospechosos y te cubres las espaldas en todo momento. La única diferencia es que no vas armado, no tienes la cara pintada y no llevas contigo una cápsula de cianuro.

A causa de esta paranoia, al principio trataba de usar en exclusiva cajeros en los que hubiera vigilantes armados en el exterior, sin embargo ese problema de falta de liquidez de los cajeros termina obligándote al final a tener que acudir a cajeros situados en campo abierto, desprovistos de vigilancia y en los que te vuelves vulnerable al dar la espalda al peligro para teclear tu código secreto. No es tanto una cuestión de miedo como de puro sentido común, tengo toda la apariencia de ser un extranjero occidental a pesar de mis intentos de mimetización con el entorno y cada vez que saco dinero del cajero, retiro de una sentada el equivalente al salario mensual local. 




La señal inequívoca de que el cajero tiene dinero es que hay una muchedumbre que se agolpa delante. Mis primeros intentos de sacar dinero a la manera local resultaron, como era previsible, un fracaso debido a mi falta de integración y adaptación a las costumbres locales. Me ponía delante del cajero, razonablemente cerca del mismo y adoptando la inequívoca pose del que está esperando ordenadamente en una cola, esto es, en posición de firmes delante del cajero y realizando esos movimientos tan característicos que es de buena costumbre realizar cuando se está esperando: levantar las puntas de los pies, luego los talones, suspirar breve pero intensamente, cruzar los brazos y finalmente proceder a golpear rítmicamente el suelo con la punta del pie derecho, ya en posición de descanso. No me gusta reconocerlo públicamente por una cuestión de pudor elemental y modestia, pero soy consciente de que estas líneas levantarán sin duda la admiración del que me lea, al ver de qué manera tan natural domino  el catálogo gestual de los que esperan haciendo cola y soy capaz de escoger con sutileza aquellos gestos y ademanes que evidencian mi estado de alerta y mi disposición a respetar y hacer respetar el orden en la cola, una evidencia palmaria de urbanidad. He demostrado en innumerables ocasiones a lo largo de mi vida que soy uno de los mayores expertos internacionales en hacer cola, y eso me da mucha confianza al enfrentarme a este tipo de situaciones y sé que en la mayor parte de las veces, muy poca gente se va a colar delante de mí y mi actitud levantará invariablemente la admiración de aquellos que formen parte de la cola conmigo.

Sin embargo, en Angola las cosas son diferentes. Mis gestos no se imponían, mi ademán era ignorado y mi presencia solo causaba extrañeza en los que pasaban. Afortunadamente, mi gran intelecto me permitió analizar la situación a la que debía enfrentarme con esa rapidez que sigue asombrándome aún hoy en día y que levanta la admiración de aquellos que tienen el privilegio de verme en acción y decidí buscar un cajero con menos gente. Evidentemente, antes de partir disimulé mirando la hora del teléfono y dejando escapar un ‘oh’ que me permitiera batirme en retirada sin despertar sospechas ni menoscabar el prestigio adquirido en el arte de guardar colas.
Un par de manzanas calle arriba, sonreí de satisfacción al ver dos cajeros automáticos en los que solo había una persona haciendo uso de ellos. Como era de esperar, no tenían dinero. No soy el campeón de las colas por casualidad, por lo que decidí volver al cajero abarrotado y adaptarme a las costumbres locales. Aquí las colas no son lineales, sino que se producen por agrupación concéntrica de los usuarios y por una razón que no consigo comprender, aunque haya espacio suficiente en la acera para mantener una separación razonable entre las personas que esperan, la costumbre imperante obliga a establecer contacto físico con los otros integrantes de la cola, como si estuviera uno confinado en un espacio angosto.
Estás un rato esperando, rodeado de angolanos y repitiendo las expresiones que oyes a tus compañeros para parecer uno de ellos, regañando aquí y allá, sonriendo a lo que piensas que son las bromas típicas del que espera, cuando inesperadamente consigues llegar al cajero, sobre todo gracias a los empujones de los que te siguen, más que a tus esfuerzos personales. Entonces te encuentras flanqueado por otros usuarios, que curiosos, presencian tu manera de operar con la tarjeta de crédito, de una manera similar a la de aquellos niños que, agotada su financiación para jugar a la máquina recreativa, te ofrecían sus servicios para pasarte los niveles complicados de la partida a la que estabas jugando.
Volviendo a encontrarme en mi medio, gracias a este nostálgico recuerdo sobrevenido, procedí a introducir mi PIN, tapando con la mano, como en los controles del colegio, saqué el dinero que necesitaba y con él en la mano, y no sin cierto esfuerzo debido a las maniobras de los que trataban de mejorar su posición en la cola, conseguí girar y batirme en retirada, dejando que uno de los dos angolanos que me flanqueaba ocupara el sitio que acababa de dejar, empujado, él también, por el resto de personas que estaba esperando para sacar dinero.

Ahora ya estoy más habituado a esta particularidad de los cajeros automáticos, trato de sacar suficiente dinero antes de final de mes e incluso he adoptado esa costumbre, que te sobrecoge la primera vez que la sufres, de preguntar al usuario que te precede por encima del hombro: “Hay dinero?” para cerciorarte de que hay dinero en la caja.

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