jueves, 21 de agosto de 2014

SE HA COMETIDO UN CRIMEN



En un país calificado como peligroso como es Angola, sabía que tarde o temprano esto me iba a terminar pasando. Esta noche se ha cometido un crimen horrendo del que he tenido la desgracia de ser testigo y víctima.

Ayer fue un día más o menos tranquilo. Por la mañana fui a la obra a tener las discusiones habituales en cualquier obra. 
 
Volví al mediodía a comer a casa y cuando terminaba de comer y me disponía a tomar el postre (una mandarina en la que llevaba pensando toda la mañana) se pasó por casa la ingeniera para tratar un problema con las ventanas de la obra y comenzar a discutir sobre la certificación de este mes. 
 
Le ofrecí Coca-cola fresquita o agua e incluso algo de fruta, pero declinó amablemente el ofrecimiento. Se marchó sobre las 16 horas y me quedé poniendo por escrito lo que habíamos hablado y revisando los planos de la estructura metálica. 
 
Terminé sobre las 18 horas y al liberarme del trabajo me acordé de la mandarina que me quería tomar desde por la mañana y aproveché para tomármela durante la merienda. Cogí la mandarina y me fui al porche a comérmela y a observar anochecer. Como en las peores películas de terror, al abrir la puerta me encontré una visión que me atormentará seguramente durante mucho tiempo y cuyo recuerdo me será ciertamente difícil borrar de mi memoria. 
 
Pero antes de entrar a describir con detalle los sucesos terribles de esta noche, que aún tengo muy frescos en mi cabeza, es necesario añadir algunos detalles que son importantes para tratar de comprender el origen del mal que se desató junto a mi vivienda. 

Angola es un país azotado por la malaria, cae mucha gente enferma y muere mucha gente, mayormente niños y ancianos. La malaria se transmite a través de la picadura de la hembra de un mosquito de la familia Anopheles (la misma familia de los mosquitos que hay en España) y la mayoría de estos son crepusculares o nocturnos. 
 
Como los mosquitos son muy pequeños y la edad va haciendo mella en mi vista, me resulta casi imposible, por más que me esfuerzo, distinguir a distancia el sexo del mosquito por lo que, a pesar de lo reprobable que pueda ser, recurro al exterminio masivo del mosquito en lugar de a un exterminio selectivo que le permita a los pobres mosquitos macho unos cuantos días de tranquilidad en sus efímeras vidas. 
 
Además de usar armas químicas en mi lucha contra los mosquitos, despliego la mosquitera de la cama, me pongo pijama largo y calcetines, me rocío abundantemente con repelente de mosquitos y procedo a cerrar puertas y ventanas. Es por lo tanto el anochecer una hora en la que la gente se recoge en sus casas y procede a cerrar puertas y ventanas. 
 
Yo, sin embargo, me dirigía al porche con mi ansiada mandarina y caí en la cuenta en el último momento de lo inoportuno de comérmela en la calle y me acordé en ese instante de la coca-cola fresquita que declinó la ingeniera y se me hizo la boca agua al pensar en tomarme una después de la mandarina. 
 
Pensé en cambiar de plan, tomarme la mandarina en el salón y servirme una coca-cola fresquita, que me tomaría con calma en mi cuarto mientras me entretenía con el ordenador. Como ya estaba en la puerta cuando todos estos pensamientos llegaron a mi mente, procedí a abrir la misma, solamente para ver el exterior antes de refugiarme en el interior de la vivienda. 
 
Y como decía, al abrir la puerta comenzó la pesadilla.

Cuando abrí la puerta y vi aquello, delante mismo de la puerta, me sobresaltó encontrármela ahí de sopetón, pero no le di mayor importancia en los primeros instantes. 
 
No fue sino al momento que empecé a atar cabos: 
 
En el suelo, delante de la puerta de mi casa había restos. Una lata de sardinas vacía, un trozo de cartón, una botella grande de coca-cola vacía, una bolsa de supermercado, una raspa de sardina y otros restos de basura diversos. 
 
Maldije internamente a los seguranças por ser tan descuidados con la basura, cuando, repasando los distintos elementos que se encontraban por el suelo del porche me asaltó el horror al reparar en uno de ellos. 
 
¡Una botella de coca-cola vacía! 
 
No podía ser, no podía ser… 
 
Me dirigí corriendo a la cocina, abrí la nevera y todos mis temores y miedos se hicieron realidad, materializándose en una espiral de horror e indignación que me invadía por dentro. 
 
¡Mi botella de coca-cola no estaba! 
 
No podía ser, la confianza que le había dado a esta gente había llegado demasiado lejos. Se habían tomado MI botella de coca-cola, esa que estaba deseando tomarme, sin pedirme ni siquiera permiso para hacerlo, se la habían tomado entera y no contentos con ello, habían dejado los restos en la puerta de mi casa en un acto de crueldad inconcebible.
 
No soy experto todavía en brujería africana, pero el simbolismo de dejar la evidencia del crimen en mi puerta tenía muy mala pinta. 

Estuve toda la noche rumiando la manera en la que debía enfrentarme a este incidente, mientras en mi cabeza las imágenes de pesadilla de la botella vacía en la puerta de mi casa se mezclaban con todo el imaginario de horrores de la guerra que he visto en la red. 
 
Me veía abriendo una y otra vez la puerta de casa y encontrándome siempre con la botella de coca-cola vacía y en el jardín, mientras las cabezas de los inocentes campesinos asesinados durante la guerra de Angola, se reían de mi inocencia, clavadas en las estacas en las que se secaron al sol. 
 
Savimbi, Neto y Holden cantaban y bailaban un poco más allá, junto a la puerta de entrada, bromeando a mi costa junto a un camión cargado de coca-cola mientras los seguranças les reían complacientes todas sus gracias.
 
Afortunadamente esta mañana estas pesadillas habían pasado y decidí que había que enfrentarse a esta situación con calma. Sopesé la manera en la que enfrentarme a este asunto 
 
¿Debía regañar directamente a los seguranças? 
¿Debía dejarlos al margen y hablar directamente con su jefe? 
 
Este seguramente los despediría al comprobar lo que habían hecho y no quería algo tan drástico. 
 
¿Qué hacer con Laurentina? 
¿Le descontaba la coca-cola de su sueldo? 
 
Todavía faltan 10 días para fin de mes y 285 kwanzas son una ridiculez para descontar. 
 
Decidí que lo mejor era ir poco a poco. Le preguntaría a Laurentina por la botella de coca-cola y cuando me dijese que había decidido regalársela a los seguranças a la vista de todo lo que tardaba en bebérmela, le explicaría con la calma que se le supone a una persona instruida como yo, que no podía hacer ese tipo de cosas sin consultármelas. Tenía miedo de ir más allá en mi reprimenda, pues las cocineras tienen mucho poder y no quería imaginarme una situación en la que Laurentina se sintiera realizada escupiendo en los platos que me prepara.

Cuando entró por la puerta, me saludó como si tal cosa. 
 
¡Pero bueno! 
 
Qué desidia, le da igual el crimen cometido, pensé interiormente, aunque era claro el gesto de culpabilidad que reflejaba su rostro. La dejé entrar en la cocina, me levanté con calma y la llamé por su nombre con firmeza, para fijar el tono serio de la conversación que quería tener con ella. 
 
Laurentina, le dije. ¿Qué ha pasado con la botella de coca-cola que había en la nevera? 
 
Un gesto brillante por mi parte, no me dejé llevar por los nervios y no me anduve con rodeos, no disimulé diciendo ¡Qué sed tengo Laurentina! Me voy a tomar una coca-cola fresquita para poner cara de sorpresa al abrir la nevera. 
 
No, puse el cadáver encima de la mesa sin ningún tipo de tapujo. La cara que puso evidenció que mi estrategia la había descolocado, balbuceó algo y nerviosa se puso a mirar para todas partes. 
 
Pensé para mis adentros ¡Te pillé! Cuando me dijo, 
 
ay, se me olvidó sacarla del congelador, la metí ahí para que estuviese más fresquita, que sabe mejor. 
 
Abrió la puerta del congelador y ahí estaba mi botella de coca-cola, congelada, pero ahí estaba. 

Disimulé, reí de mala gana dándole las gracias por la intención y me fui corriendo a escribir este texto.


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