En un
país calificado como peligroso como es Angola, sabía que tarde o temprano esto me
iba a terminar pasando. Esta noche se ha cometido un crimen horrendo del que he
tenido la desgracia de ser testigo y víctima.
Ayer
fue un día más o menos tranquilo. Por la mañana fui a la obra a tener las
discusiones habituales en cualquier obra.
Volví al mediodía a comer a casa y
cuando terminaba de comer y me disponía a tomar el postre (una mandarina en la
que llevaba pensando toda la mañana) se pasó por casa la ingeniera para tratar
un problema con las ventanas de la obra y comenzar a discutir sobre la
certificación de este mes.
Le ofrecí Coca-cola fresquita o agua e incluso algo
de fruta, pero declinó amablemente el ofrecimiento. Se marchó sobre las 16
horas y me quedé poniendo por escrito lo que habíamos hablado y revisando los
planos de la estructura metálica.
Terminé sobre las 18 horas y al liberarme del
trabajo me acordé de la mandarina que me quería tomar desde por la mañana y
aproveché para tomármela durante la merienda. Cogí la mandarina y me fui al porche
a comérmela y a observar anochecer. Como en las peores películas de terror, al
abrir la puerta me encontré una visión que me atormentará seguramente durante
mucho tiempo y cuyo recuerdo me será ciertamente difícil borrar de mi
memoria.
Pero
antes de entrar a describir con detalle los sucesos terribles de esta noche,
que aún tengo muy frescos en mi cabeza, es necesario añadir algunos detalles
que son importantes para tratar de comprender el origen del mal que se desató
junto a mi vivienda.
Angola
es un país azotado por la malaria, cae mucha gente enferma y muere mucha gente,
mayormente niños y ancianos. La malaria se transmite a través de la picadura de
la hembra de un mosquito de la familia Anopheles (la misma familia de los
mosquitos que hay en España) y la mayoría de estos son crepusculares o nocturnos.
Como los mosquitos son muy pequeños y la edad va haciendo mella en mi vista, me
resulta casi imposible, por más que me esfuerzo, distinguir a distancia el sexo
del mosquito por lo que, a pesar de lo reprobable que pueda ser, recurro al
exterminio masivo del mosquito en lugar de a un exterminio selectivo que le
permita a los pobres mosquitos macho unos cuantos días de tranquilidad en sus
efímeras vidas.
Además de usar armas químicas en mi lucha contra los mosquitos,
despliego la mosquitera de la cama, me pongo pijama largo y calcetines, me
rocío abundantemente con repelente de mosquitos y procedo a cerrar puertas y
ventanas. Es por lo tanto el anochecer una hora en la que la gente se recoge en
sus casas y procede a cerrar puertas y ventanas.
Yo, sin embargo, me dirigía al
porche con mi ansiada mandarina y caí en la cuenta en el último momento de lo
inoportuno de comérmela en la calle y me acordé en ese instante de la coca-cola
fresquita que declinó la ingeniera y se me hizo la boca agua al pensar en tomarme
una después de la mandarina.
Pensé en cambiar de plan, tomarme la mandarina en
el salón y servirme una coca-cola fresquita, que me tomaría con calma en mi
cuarto mientras me entretenía con el ordenador. Como ya estaba en la puerta
cuando todos estos pensamientos llegaron a mi mente, procedí a abrir la misma,
solamente para ver el exterior antes de refugiarme en el interior de la
vivienda.
Y como decía, al abrir la puerta comenzó la pesadilla.
Cuando
abrí la puerta y vi aquello, delante mismo de la puerta, me sobresaltó
encontrármela ahí de sopetón, pero no le di mayor importancia en los primeros
instantes.
No fue sino al momento que empecé a atar cabos:
En el suelo, delante
de la puerta de mi casa había restos. Una lata de sardinas vacía, un trozo de cartón,
una botella grande de coca-cola vacía, una bolsa de supermercado, una raspa de
sardina y otros restos de basura diversos.
Maldije internamente a los seguranças por ser tan descuidados con la
basura, cuando, repasando los distintos elementos que se encontraban por el
suelo del porche me asaltó el horror al reparar en uno de ellos.
¡Una botella
de coca-cola vacía!
No podía ser, no podía ser…
Me dirigí corriendo a la cocina,
abrí la nevera y todos mis temores y miedos se hicieron realidad, materializándose
en una espiral de horror e indignación que me invadía por dentro.
¡Mi botella
de coca-cola no estaba!
No podía ser, la confianza que le había dado a esta
gente había llegado demasiado lejos. Se habían tomado MI botella de coca-cola,
esa que estaba deseando tomarme, sin pedirme ni siquiera permiso para hacerlo,
se la habían tomado entera y no contentos con ello, habían dejado los restos en
la puerta de mi casa en un acto de crueldad inconcebible.
No soy
experto todavía en brujería africana, pero el simbolismo de dejar la evidencia
del crimen en mi puerta tenía muy mala pinta.
Estuve
toda la noche rumiando la manera en la que debía enfrentarme a este incidente,
mientras en mi cabeza las imágenes de pesadilla de la botella vacía en la
puerta de mi casa se mezclaban con todo el imaginario de horrores de la guerra
que he visto en la red.
Me veía abriendo una y otra vez la puerta de casa y encontrándome
siempre con la botella de coca-cola vacía y en el jardín, mientras las cabezas de los
inocentes campesinos asesinados durante la guerra de Angola, se reían de mi
inocencia, clavadas en las estacas en las que se secaron al sol.
Savimbi, Neto
y Holden cantaban y bailaban un poco más allá, junto a la puerta de entrada,
bromeando a mi costa junto a un camión cargado de coca-cola mientras los
seguranças les reían complacientes todas sus gracias.
Afortunadamente
esta mañana estas pesadillas habían pasado y decidí que había que enfrentarse a
esta situación con calma. Sopesé la manera en la que enfrentarme a este asunto
¿Debía regañar directamente a los seguranças?
¿Debía dejarlos al margen y
hablar directamente con su jefe?
Este seguramente los despediría al comprobar
lo que habían hecho y no quería algo tan drástico.
¿Qué hacer con Laurentina?
¿Le descontaba la coca-cola de su sueldo?
Todavía faltan 10 días para fin de
mes y 285 kwanzas son una ridiculez para descontar.
Decidí que lo mejor era ir
poco a poco. Le preguntaría a Laurentina por la botella de coca-cola y cuando
me dijese que había decidido regalársela a los seguranças a la vista de todo lo
que tardaba en bebérmela, le explicaría con la calma que se le supone a una
persona instruida como yo, que no podía hacer ese tipo de cosas sin
consultármelas. Tenía miedo de ir más allá en mi reprimenda, pues las cocineras
tienen mucho poder y no quería imaginarme una situación en la que Laurentina se
sintiera realizada escupiendo en los platos que me prepara.
Cuando
entró por la puerta, me saludó como si tal cosa.
¡Pero bueno!
Qué desidia, le
da igual el crimen cometido, pensé interiormente, aunque era claro el gesto de
culpabilidad que reflejaba su rostro. La dejé entrar en la cocina, me levanté
con calma y la llamé por su nombre con firmeza, para fijar el tono serio de la
conversación que quería tener con ella.
Laurentina, le dije. ¿Qué ha pasado con
la botella de coca-cola que había en la nevera?
Un gesto brillante por mi
parte, no me dejé llevar por los nervios y no me anduve con rodeos, no
disimulé diciendo ¡Qué sed tengo Laurentina! Me voy a tomar una coca-cola
fresquita para poner cara de sorpresa al abrir la nevera.
No, puse el cadáver
encima de la mesa sin ningún tipo de tapujo. La cara que puso evidenció que mi
estrategia la había descolocado, balbuceó algo y nerviosa se puso a mirar para
todas partes.
Pensé para mis adentros ¡Te pillé! Cuando me dijo,
ay, se me
olvidó sacarla del congelador, la metí ahí para que estuviese más fresquita,
que sabe mejor.
Abrió la puerta del congelador y ahí estaba mi botella de
coca-cola, congelada, pero ahí estaba.
Disimulé,
reí de mala gana dándole las gracias por la intención y me fui corriendo a
escribir este texto.
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